Apareció de
pronto. Suspendida en el aire la libélula entró y fue directa al centro de la
cafetería y allí cayó en vertical al suelo. La veía agitar sus patas intentando
ponerse sobre ellas en el suelo, levantar sus alas, remontar. Se paró y
comprendí que había muerto.
Repasé lo
que había pensado desde que la vi cerca de mi cabeza, el deseo de que alguien
la golpeara quizás con un periódico, de que la pisaran contra el suelo y dejara
de sembrar el miedo entre los clientes del local, que aún no se habían dado
cuenta de su presencia, y ahora había visto su muerte fulminante mientras
volaba y contemplaba el cadáver en el suelo. Estaba atónito incapaz de apartar
la vista del insecto, tal vez deseando que se reincorporara sobre sus largas
patas y remontara el vuelo para sentir alivio y un nuevo deseo de que alguien
la matara. ¿O no? ¿Me dejaría llevar por la compasión y la alentaría a que
volara y saliera del local a la calle? ¿Por qué había entrado? ¿Era consciente
de su próxima muerte y buscaba refugio donde morir, tal vez al calor de las máquinas?
¿Podía ser consciente un insecto de que su final estaba llegando, de que ya no
iba a vivir más? Los animales lo son, dejan de comer y beber, se apartan a un
lugar que les proporcione seguridad, confort en sus últimas horas. Como lo
hacemos nosotros. ¿Por qué no iba serlo entonces aquella libélula?
Acabamos
nuestro café y nos levantamos, yo seguía mirando aquel cuerpo, como hipnotizado
por lo que había visto. Salimos y no he podido olvidar el repentino final del vuelo
y la caída vertical contra la baldosa del suelo. ¿Qué fue de ella? ¿La pisó alguien?
¿La recogió la escoba y la pala de la basura cuando barrió alguna camarera?
Todo esto carecería
de sentido si la muerte no estuviera tan presente últimamente en nuestras vidas.
¿Qué fue de la libélula?
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