lunes, 31 de agosto de 2015

El Pulgón

Nació cuando no se deber nacer: en plena preguerra y se quedó huérfano en el peor momento: en plena guerra. Su familia, republicana, no había podido huir como lo habían hecho el sector nacionalista. Estos manejaban más dinero, más influencias y supieron pegarse el aletazo a tiempo, además la República no era cosa suya, era un inconveniente temporal del que deshacerse, en su momento, en el camino a la independencia. Los republicanos cayeron como moscas intentando escapar con lo puesto y defendiendo lo que habían construido con tanto esfuerzo. Era su República, por eso nadie les ayudó, ni tan siquiera sus presuntos compatriotas, los nacionalistas. Todo esto se resume en una frase memorable de Alfonso Guerra: “Nunca debimos fiarnos de los nacionalistas”.
Sobrevivió acogido por una familia que no tuvo más afecto que el necesario a un niño en esas circunstancias: una boca más.
Ya adolescente y con el retorno pactado de los nacionalistas, fue acogido por su familia euskaldún a quienes no les hizo ninguna gracia encontrárselo entre las propiedades a recuperar, pero al fin y al cabo, los lazos de sangre siempre tiran atan algo, aunque no dejaba de ser un elemento ajeno al que familiarmente y a la cara llamaban “el Pulgón”. Siempre es conveniente dejar las cosas claras y evitar confusiones desde el primer momento. Cada cual en su lugar.
El Pulgón creció, estudió y encontró a una mujer con la que se casó, tuvo dos hijos y una hipoteca de un piso de protección oficial en un bloque de casas casi al borde del límite de la ciudad, rodeado de campo y huertas que fueron desapareciendo con el tiempo, sustituidas por más bloques de viviendas en un barrio que empezó a ponerse de moda y adquirir cierto tono de “burgués con posibles”, cuando no directamente rico.
Pese a construir aquel espacio donde crear su propia familia, el Pulgón no fue capaz de superar las terribles carencias sufridas en su vida, y aunque de carácter bondadoso era un pesado empeñado en que “todo” saliera adelante. Los hijos volaron del nido cuanto antes y más lejos mejor.
Aquellos adorables retoños se reprodujeron y, de vez en cuando, iban a visitar a la abuela y al Pulgón. Un buen día la abuela se murió de lo que se muere la gente, de muerte. Intentaré explicar esta simpleza: Es como el VIH, que quienes lo padecen no se mueren de SIDA, sino de otra enfermedad que no pueden superar y se mueren de muerte, aunque se hayan muerto de asco, de pena, o de alegría, que también ocurre. Lo más difícil es morirse de risa, hay que llegar a un grado casi imposible de alcanzar de cinismo. La cuestión es que el Pulgón se quedó nuevamente solo. Los nietos se hicieron mayores y ya no querían irle a visitar y oler pis rancio. Sus hijos “por fín habían encontrado el momento de volver a disfrutar de sus vidas”, como si el hecho de tener hijos fuera un paréntesis impertinente e inevitable en el que el transcurso vital se interrumpiera atendiendo a unos mamones que no te dejan ir de vacaciones, a cenar fuera, o al cine, ya que la preocupación con ellos es constante. Así que el Pulgón continuó viviendo por sus propios medios hasta que la edad comenzó a evidenciar sus debilidades físicas y uno de sus retoños, el que menos le detestaba, se encargó de buscarle una persona que le ayudara en las tareas del hogar, una sudamericana que se preocupara de la limpieza del piso, de cocinarle, de esas cosas que a un hombre, ya de por sí, se le presupone incapaz de preocuparse, y si además está afectado por la soledad y la tristeza aún más. Las disputas fueron constantes hasta llegar a los insultos, quien sabe si al maltrato físico. A una asistenta siguió otra y otra, hasta que un buen día el Pulgón salió de casa con una maleta que llevaba su hijo en la mano. Se cruzó en el portal con algún vecino al que le contó que lo llevaban a una residencia de ancianos, donde estaría bien cuidado. “Yo no quiero ir, pero estos se han empeñado en llevarme, dicen que voy a estar mejor atendido, aunque yo me valgo por mí mismo, pero se han empeñado y qué le voy a hacer”. No le faltaba razón: Era capaz de ir a diario al supermercado y comprarse unos yogures y alguna pieza de fruta. Era insuficiente. Ya todo era insuficiente. Alguna vez regresó a su casa, con su llave, y pasaba sentado la mañana, pensando en quien sabe qué. La última vez que le vieron visitando su casa, enjuto, lívido, ausente, con un hilo de baba en su labio inferior, iba sentado en una silla de ruedas, que empujaba su hijo, el Pulgoncillo. Habían transcurrido un año desde su viudedad y  tres meses de su salida del hogar. A los llantos siguieron los gritos entre las cuñadas. Pero esto ya forma parte de la llegada de “Los zánganos”.

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