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¿Ya sabes qué día es hoy, eh, ya sabes? Martes, contestó
por contestar.
Hacía tiempo que había dejado de mirar el periódico para
saber qué día era. De pronto alguien decía que era sábado y todo le seguía
dando igual.
No, no es martes, dijo la voz que le había traído al mundo
externo desde la penumbra de su cueva. Allí estaban, aseando con esponjas y
secando su enjuto cuerpo mientras parloteaban. “Es tu cumpleaños” decían y se ponían a cantar
de manera infantil una canción de felicitación. “Hoy habrá postre especial” escuchó
mientras le limpiaban los genitales y en su mente apareció la imagen de Jonás,
aquel hijo de no recordaba quién, tan cariñoso como hermoso. No encajaba la
delicadeza y el afecto con que le trataba con aquella hermosura atlética
embutida en unas ropas ajustadas que marcaban todos y cada uno de sus fibrosos
músculos y que le hacían perderse en la visión de los pectorales y aquellos
pezones siempre sobresalientes, siempre envueltos en una mezcla de olores
hormonales y perfume de jabón. Fue el último en ir a visitarle en casa. Se
sentaba junto a él y leía en voz alta los libros que su mano temblorosa no podía
sujetar con la firmeza necesaria para poder hacerlo por sí mismo. Voltaire
leído por Jonás y sus seductores pezones: Momentos gloriosos. “Disfunción
cognitiva” dijo alguien y otro alguien sollozó. Siempre pensó que el gemido no
había sido por él, sino por ese alguien sollozante, seguramente pensando en sí
mismo viéndose en esa situación. No era un sollozo misericordioso, era egoísta.
Había elaborado un amplio catálogo a lo largo de su vida, pero ya no lo
recordaba. Aunque llegó a pensarlo nunca lo escribió, le parecía una inmensa
estupidez con la que se distraía en los momentos sollozantes, como los llamaba
él. Podría haber sido un buen título: “Los momentos sollozantes”. Tal vez para
una película de Almodóvar, pero quién iba a leer algo así.
El olor de aquella mezcla de verduras y carne hecha puré lo
devolvió por un momento al mundo exterior. Aquella basura verde no sabía a
nada. Las prótesis, los medicamentos habían matado su paladar dejándolo en un
permanente sabor amargo que impedía el más mínimo deleite. Pero el olfato. El
olfato no podía ignorar aquel mejunje. Sentía la opresión del lazo del babero,
el empuje de la cuchara en sus labios, empeñada en meter en su boca aquella
masa insípida, pero él tenía sed, quería agua, nada más que agua. Aquella burra
que le obligaba a comer no entendía sus deseos y el forcejeo acabó salpicando
su cara por la bazofia. Aspereza de la servilleta limpiando, voces anunciando
su cumpleaños, cantos estúpidos entonados por voces desafinadas. Alguien quería
que soplara, pero no tenía fuerzas, su aliento era el justo para respirar.
¡Basta! Pensó. El presente despareció y Voltaire, Jonás y sus pezones regresaron
para confortar, otra vez, otra vez, de nuevo estaba allí, el olor, Jonás,
alguna caricia, su voz, le estaba leyendo a Voltaire. Era real. Había venido a
hacerle feliz. No era un momento glorioso, era la gloria. Un momento perfecto
para estar. Siempre.
Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una.
Voltaire.