Nació cuando no se deber nacer: en plena preguerra y se
quedó huérfano en el peor momento: en plena guerra. Su familia, republicana, no
había podido huir como lo habían hecho el sector nacionalista. Estos manejaban
más dinero, más influencias y supieron pegarse el aletazo a tiempo, además la
República no era cosa suya, era un inconveniente temporal del que deshacerse, en
su momento, en el camino a la independencia. Los republicanos cayeron como
moscas intentando escapar con lo puesto y defendiendo lo que habían construido con
tanto esfuerzo. Era su República, por eso nadie les ayudó, ni tan siquiera sus
presuntos compatriotas, los nacionalistas. Todo esto se resume en una frase
memorable de Alfonso Guerra: “Nunca debimos fiarnos de los nacionalistas”.
Sobrevivió acogido por una familia que no tuvo más afecto
que el necesario a un niño en esas circunstancias: una boca más.
Ya adolescente y con el retorno pactado de los
nacionalistas, fue acogido por su familia euskaldún a quienes no les hizo
ninguna gracia encontrárselo entre las propiedades a recuperar, pero al fin y
al cabo, los lazos de sangre siempre tiran atan algo, aunque no dejaba de ser un
elemento ajeno al que familiarmente y a la cara llamaban “el Pulgón”. Siempre
es conveniente dejar las cosas claras y evitar confusiones desde el primer
momento. Cada cual en su lugar.
El Pulgón creció, estudió y encontró a una mujer con la que
se casó, tuvo dos hijos y una hipoteca de un piso de protección oficial en un
bloque de casas casi al borde del límite de la ciudad, rodeado de campo y
huertas que fueron desapareciendo con el tiempo, sustituidas por más bloques de
viviendas en un barrio que empezó a ponerse de moda y adquirir cierto tono de “burgués
con posibles”, cuando no directamente rico.
Pese a construir aquel espacio donde crear su propia
familia, el Pulgón no fue capaz de superar las terribles carencias sufridas en
su vida, y aunque de carácter bondadoso era un pesado empeñado en que “todo”
saliera adelante. Los hijos volaron del nido cuanto antes y más lejos mejor.
Aquellos adorables retoños se reprodujeron y, de vez en
cuando, iban a visitar a la abuela y al Pulgón. Un buen día la abuela se murió
de lo que se muere la gente, de muerte. Intentaré explicar esta simpleza: Es como
el VIH, que quienes lo padecen no se mueren de SIDA, sino de otra enfermedad
que no pueden superar y se mueren de muerte, aunque se hayan muerto de asco, de
pena, o de alegría, que también ocurre. Lo más difícil es morirse de risa, hay
que llegar a un grado casi imposible de alcanzar de cinismo. La cuestión es que
el Pulgón se quedó nuevamente solo. Los nietos se hicieron mayores y ya no querían
irle a visitar y oler pis rancio. Sus hijos “por fín habían encontrado el
momento de volver a disfrutar de sus vidas”, como si el hecho de tener hijos
fuera un paréntesis impertinente e inevitable en el que el transcurso vital se
interrumpiera atendiendo a unos mamones que no te dejan ir de vacaciones, a
cenar fuera, o al cine, ya que la preocupación con ellos es constante. Así que
el Pulgón continuó viviendo por sus propios medios hasta que la edad comenzó a evidenciar
sus debilidades físicas y uno de sus retoños, el que menos le detestaba, se
encargó de buscarle una persona que le ayudara en las tareas del hogar, una
sudamericana que se preocupara de la limpieza del piso, de cocinarle, de esas
cosas que a un hombre, ya de por sí, se le presupone incapaz de preocuparse, y
si además está afectado por la soledad y la tristeza aún más. Las disputas
fueron constantes hasta llegar a los insultos, quien sabe si al maltrato
físico. A una asistenta siguió otra y otra, hasta que un buen día el Pulgón
salió de casa con una maleta que llevaba su hijo en la mano. Se cruzó en el
portal con algún vecino al que le contó que lo llevaban a una residencia de
ancianos, donde estaría bien cuidado. “Yo no quiero ir, pero estos se han
empeñado en llevarme, dicen que voy a estar mejor atendido, aunque yo me valgo
por mí mismo, pero se han empeñado y qué le voy a hacer”. No le faltaba razón:
Era capaz de ir a diario al supermercado y comprarse unos yogures y alguna
pieza de fruta. Era insuficiente. Ya todo era insuficiente. Alguna vez regresó
a su casa, con su llave, y pasaba sentado la mañana, pensando en quien sabe qué.
La última vez que le vieron visitando su casa, enjuto, lívido, ausente, con un
hilo de baba en su labio inferior, iba sentado en una silla de ruedas, que
empujaba su hijo, el Pulgoncillo. Habían transcurrido un año desde su viudedad
y tres meses de su salida del hogar. A
los llantos siguieron los gritos entre las cuñadas. Pero esto ya forma parte de
la llegada de “Los zánganos”.